La abuela, el gato y la radio

   Se levanta la abuela a las 6 y media de la mañana; no tiene despertador: simplemente es instintivo. Levanta dolorosamente el brazo izquierdo y, lentamente, estira el índice en dirección a la radio que está… a la derecha de la cama, estaba en el otro lado.

   Pucha, Cristina me la cambió de lugar ¡Me toca todo, che! Solo la necesito para limpiar, no para jugar a las escondidas.

  Cristina, la pobre señora no muy menor que la abuela, ya se había jubilado hace seis años; desde ahí Antonia (la abuela) no la había visto más.

  Se acomoda de vuelta, mueve su rígida cabeza con miedo a que se le caiga. Viene Mishu, el gato siamés de la anciana, que se lo podría caracterizar como un gato extremadamente feo, sea por su falta de pelo en algunos sectores del cuerpo o su olor fétido, consecuencia de la cantidad terrible de palomas que se come, que al parecer le producen indigestión.

  Al ver una mancha marrón que se mueve, la anciana se dirige en dirección al cajón del, ahora sí, cajón izquierdo con respecto a la cama en su siguiente misión: los anteojos. Tenían éstos un grosor significante, no por el aumento (que en sí de todas formas era importante), si no por lo arcaicos que eran, tanto que los cristales tenían un tono amarillento.

   Sí, era el gato, ese gato malhumorado que solo te hacía mimos cunado quería comer (probablemente porque Antonia se olvidó de sacarlo).

  − Paupérrimo mi bebé, ya voy… ya voy.

  Así es como, pasados ya diez minutos de cuando se despertó, comienza la etapa más dura: las pantuflas.

   Era como una lista, una serie de pasos a seguir para el correcto funcionamiento del proceso de levantarse. Primero la sábana para afuera, brazos como pilares y pierna derecha para el piso, lo mismo con, la otra, eran como peso muerto.

   1, 2 3 y… ¡Crack! Nadie podría escuchar eso sin sentir dolor, eran los porosos huesos de la abuela acomodándose por su simple peso.

   Pantufla uno… pantufla dos. Se dirige al baño, o mejor dicho, “barrio privado para cucarachas”; dobla a la derecha… No, allá estaba la cocina, retrocede  y va ahora sí por el pasillo izquierdo y…

   − ¡Mirá vos donde estabas! Mi fiel compañera de charlas.

   Le sube el volumen, más de lo que ya estaba (sí, la había dejado toda la noche prendida, pero no la escuchó y se olvidó de ella). Se da vuelta para seguir el camino y pisa un líquido, se patina y cae como haciendo malabares con las manos. El gato había meado en la baldosa.

  Traumatismo en el cráneo. Su muerte fue instantánea, la del gato tardo más, aunque, igual, la comida del platito no le duró mucho.

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